RÍO
DE JANEIRO — La cruzada
de la Operación Lava Jato contra la corrupción
dejó a la política brasileña
acéfala. En los últimos tres años hemos asistido a
la caída, uno a uno, de los
principales liderazgos políticos. La presidenta electa Dilma
Rousseff fue
destituida y ha sido decretada una solicitud de encarcelamiento contra
su rival
electoral de 2014, Aécio Neves, por quien había votado la
otra mitad del país.
El presidente que la sustituyó, Michel Temer, se ha convertido
en el primer
presidente en ejercicio denunciado, y el
político más
favorecido en las encuestas para la elección de 2018 es Luiz
Inácio Lula da
Silva, quien de expresidente más popular de Brasil pasó a
ser su primer expresidente condenado por
corrupción.
Lava Jato
ha sido un avance
en el combate a la corrupción, pero la diferencia de velocidad
entre el tiempo
urgente de la sociedad, el tiempo ceremonioso de la política y
la lentitud de
la justicia ha perjudicado al país.
Primero,
por la asimetría de
tratamiento dado a cada político investigado. Muchos
conmemoraron la condena de
Lula como señal de que nadie está por encima
de la ley,
pero otros episodios han convencido a sus seguidores de que hay una
persecución
política en su contra. No es difícil sacar esa
conclusión.
El
día en que Lula fue
condenado, otro juez liberó a Geddel Vieira Lima, aliado de
Temer, denunciado
por uno de los delatores de recibir, personalmente, maletas llenas con
dinero
de sobornos. Y todo el país ha escuchado a Neves,
perdedor de las
elecciones de 2014, pedirle 600.000 dólares a un empresario. La solicitud de
prisión
llevó a los dirigentes del Partido de la Social Democracia
Brasileña a
darse cabezazos, pero el senador y viejo aliado de las élites
logró mantenerse
libre.
Con muchos políticos investigados y
pocos sentenciados,
los brasileños han perdido la confianza en la política
como solución
democrática.
El uso de
la delación
premiada como instrumento legal permitió a Lava Jato avanzar
hasta la más alta
cúpula del poder, pero la justicia no ha sido igualmente eficaz
para procesar
las denuncias. Hace tres años vimos atónitos cómo
nuevos diputados, senadores,
gobernadores, ministros y empresarios eran delatados por recibir coimas
de
empresarios, pero todavía no se han procesado esas denuncias en
momentos en
que ya estamos atrapados por una nueva trama.
La
velocidad de la justicia
también choca contra la capacidad de la política de
renovarse. Con muchos
políticos investigados y pocos sentenciados, los
brasileños han perdido la
confianza en la política como solución
democrática. Como resultado, han
despuntado en la escena política nacional populistas y
ultraconservadores.
Para dar un solo ejemplo, Jair Bolsonaro, el candidato que encabeza las
encuestas en el campo conservador, es un ruidoso defensor de la dictadura.
Aunque no tenga fuerza para llegar a la presidencia, su figura es un
trágico
reflejo de lo que puede ser nuestro primer congreso post Lava Jato.
El avance
conservador
también es culpa de la izquierda, que no ha sabido
reorganizarse. En el auge de
la popularidad de Lula, su grupo podría haber reformado el
modelo político para
no tener que elegir entre extremos: la tradicional alianza con la vieja
clase
política corrupta o el enfrentamiento radical. Ahora, arrancados
del poder, son
incapaces de hacer un mea culpa.
Después de la
sentencia del juez Sergio Moro contra Lula, dirigentes del Partido de
los
Trabajadores (PT) dijeron que no tenían un plan B para la
elección del próximo
año. Es Lula o no es nadie. El PT se equivocó al apoyar
la reelección de
Rousseff en 2014, cuando ya se sabía que iba por mal camino, y
se equivoca
ahora al amarrarse a Lula como única salida.
El presidente de Brasil,
Michel Temer, durante una
ceremonia en el Palacio de Planalto, en Brasilia, el 13 de julio Credit
Adriano
Machado / REUTERS
Es cierto
que Lula es el
político más popular del país y lidera todas las
encuestas para 2018 –30 por
ciento de la preferencia de los votantes en la primera vuelta–,
aunque la probabilidad de que confirmen su sentencia y lo inhabiliten
para
participar en las elecciones es alta. Pero incluso estando acorralado,
Lula no
dejaría de ser una piedra en el camino de la oposición.
El antiguo líder
sindical podría recrear su aura de mártir político
y convencer a los brasileños
de que lo pusieron preso para impedirle volver a la presidencia. Para
sus
adversarios lo mejor sería verlo rechazado por los electores.
Así, guillotinan
el mito.
Es normal
que el PT quiera
salvar a Lula, su estandarte, pero pierde la oportunidad de capitalizar
la
impopularidad de Temer –con 93 por ciento
de
rechazo– y de presentar a un nuevo líder para una masa de
seguidores que es
todavía muy grande: sorprendentemente, después del juicio
político a Rousseff y
de las denuncias contra Lula, el PT tiene el 18 por ciento de la
preferencia
de los votantes, la mayor entre todos los partidos. Principalmente
porque, en
este momento, los otros candidatos progresistas –el radical Ciro
Gomes y la
ambientalista Marina Silva, ambos exministros de Lula– no tienen
la capacidad
de dirigir a la izquierda.
La sociedad debe no solo dejar de apostar
por políticos
que tengan una guillotina sobre su cabeza, sino pregonar qué
agenda quiere.
Nadie sabe
cuántos
decapitados más dejará Lava Jato hasta la próxima
elección, pero la condena de
Lula sabe a comienzo del fin. La investigación ha llegado a su
clímax, porque
ya no puede caer nadie más grande que Lula. Si rueda la cabeza
de Temer,
asumiría el presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo
Maia, quien también
es investigado. En una protesta reciente, manifestantes proyectaron
contra el
congreso un mensaje luminoso que decía “Fuera,
Maia”. Era una forma sofisticada
de pedir su cabeza por adelantado. Como dijo el politólogo
Marcos Nobre en una
entrevista reciente, “la política ha perdido el control de
la política” y “cada
vez que la mesa se sostiene otra vez en cuatro patas, la Lava Jato
patea una”.
¿Entonces
cómo retomar el control
de la política? Esa sería una misión de los
partidos, pero están demasiado
ocupados intentando salvar a sus antiguos dueños. El
próximo líder capaz de
proponer una agenda de unión no será como Lula, acosado
por Lava Jato, ni
alguien de la vieja clase política que, como Temer, empuje al
país hacia el
pasado. Para que ese político tampoco sea un oscuro aventurero,
la sociedad
debe no solo dejar de apostar por políticos que tengan una
guillotina sobre su
cabeza, sino pregonar qué agenda quiere para que los partidos
busquen entre sus
nuevos cuadros quién pueda responder al llamado.